2 de octubre de 1928. El hecho fundacional del Opus Dei

El escrito que se ofrece a continuación, de marcado acento histórico, se ciñe a los acontecimientos del 2 de octubre de 1928. No recoge, por tanto, la riqueza teológica y jurídica de ese hecho ni la amplitud del espíritu fundacional del Opus Dei, que se completó el 26 de junio de 1975, fecha de la muerte de san Josemaría.
Llegada a Madrid

Procedente de la diócesis de Zaragoza, José María Escrivá llegó a Madrid en abril de 1927 para realizar la tesis doctoral en Derecho. Era un sacerdote joven, de veinticinco años, que sentía en su alma la inquietud de que Dios le pedía algo para el bien de la Iglesia, pero no sabía qué era.

Desde hacía una década, según decía, barruntaba un querer divino. Y, como le estaba velado, rezaba para que se hiciera la luz.

El 30 de septiembre de 1928, Escrivá acudió al convento de los paúles —situado en el extrarradio norte del Madrid de entonces— para hacer unos ejercicios espirituales junto con otros seis sacerdotes. El martes 2 de octubre, después de celebrar la Misa y de asistir a una plática, se retiró a su habitación y leyó unos papeles en los que había escrito ideas y sucesos que consideraba inspiraciones de Dios.

Mientras recopilaba “con alguna unidad las notas sueltas, que hasta entonces venía tomando” (Apuntes íntimos —en adelante AI—, n.º 306), de repente, según afirmó, “quiso Jesús que se comenzara a dar forma concreta a su Obra” (AI, n.º 331). Escrivá “se dio cuenta de la hermosa y pesada carga que el Señor, en su bondad inexplicable, había puesto sobre sus espaldas” (AI, n.º 306). Después diría que había recibido una gracia de carácter sobrenatural, una “iluminación sobre toda la Obra” (AI, n.º 306), una “idea clara general de mi misión” (AI, n.º 179) que abría un enorme panorama apostólico.

Emocionado porque acababa de ver “la Voluntad de Dios” (AI, n.º 978b) por la que había rezado tanto, se puso de rodillas y dio gracias. Entonces, escuchó el sonido “de las campanas de la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles” (AI, n.º 306), que llamaba a los fieles a Misa en la fiesta de los Custodios; más adelante, consideró este evento como una muestra de la intercesión de Santa María y de los ángeles en el instante mismo de la fundación.
opus dei

Un espíritu y una institución

Hasta aquí el relato del propio Escrivá, el único testigo de los hechos que se sucedieron en el momento fundacional originario del Opus Dei.

El fundador no explicó o redactó el contenido de lo que vio —siempre empleará el verbo ver— esa jornada. Todo apunta a que no quiso encerrar en un texto único una gran luz sobrenatural. De hecho, prácticamente no quedan escritos suyos anteriores a marzo de 1930, como si deseara guardar para sí lo acaecido desde la fundación (2 de octubre de 1928) hasta el momento en que entendió que habría mujeres en el Opus Dei (14 de febrero de 1930). Por tanto, el oyente debe creer a José María Escrivá cuando afirma que ha recibido un mensaje divino.

Ahora bien, Escrivá se refirió a la luz fundacional hasta el final de sus días. Su vida, su predicación y sus escritos ofrecen algunas claves sobre lo que sucedió. En concreto —es lo que ocurre también con otras instituciones carismáticas de la Iglesia—, en esa irradiación encontramos dos dimensiones entrelazadas: un espíritu y una institución.
Un mensaje cristiano

El 2 de octubre de 1928, José María Escrivá se sintió depositario de un mensaje divino. Entendió que había recibido una gracia, una fuerza divina, una luz del Espíritu Santo. En ningún caso se trataba de un concepto forjado después de un proceso de reflexión intelectual o de una brillante inspiración surgida a partir de las enseñanzas del Magisterio, de los Padres de la Iglesia y de los autores espirituales, clásicos y contemporáneos. Era un espíritu que se le presentaba universal, destinado a cualquier lugar, época y cultura.

El corazón del carisma radicaba en la secularidad como camino para ser santo: estar unido a Jesucristo y darlo a conocer donde uno trabaja y reside era el mensaje. Con palabras suyas de años más tarde, debía “promover entre personas de todas las clases de la sociedad el deseo de la perfección cristiana en medio del mundo”, “participando en las más diversas tareas humanas” (Conversaciones, n.º 24 y 61).


La centralidad de los laicos

Por entonces, la Iglesia presentaba la santidad como algo posible para todos los hombres, también en el ámbito secular. Pero, por lo general, el deseo de ser santo se consideraba una llamada al estado religioso. La literatura espiritual hablaba de los grados de santidad que se podían conseguir en la tierra, que, en el nivel más alto, se alcanzaba en la vida consagrada.

De este modo, la existencia de algo menos del uno por ciento de los miembros de la Iglesia —los consagrados— se presentaba como la forma mejor o más perfecta para ir a Dios. Bastaba con entrar en un templo católico para ver tantas estatuas de santos y de santas consagrados, unas pocas de presbíteros seculares y ninguna de laicos.

El espíritu que había recibido Escrivá se dirigía a los seculares que, en la Iglesia, son los laicos y los sacerdotes seculares, en su mayor parte diocesanos. Venía a decir que este 99 por ciento de cristianos corrientes está convocado por Dios para descubrir en las realidades humanas y temporales el camino que conduce a la plenitud cristiana, a la identificación con Jesucristo.


Una familia en la Iglesia

Además del don, el carisma se mostró a los ojos de José María Escrivá como misión y tarea. Dios le llamaba a proclamar la santidad a todos los hombres, a explicar que es posible la identificación con Cristo en el propio estado de vida.

Consideró que la transmisión de este mensaje se haría en y a partir de una comunidad cristiana; de hecho, no contempló difundirlo a través de un libro o de los medios de comunicación de entonces, como la radio o la prensa. Lo harían personas incorporadas a una familia cristiana mediante una llamada de Dios —una específica vocación divina—, un discernimiento individual y la acogida de quienes guiaran la institución.

Quienes formaran parte de esta familia espiritual vivirían personalmente el carisma —lo harían suyo, lo encarnarían, pues era su camino para unirse a Jesucristo—, después lo compartirían con los demás miembros de la institución y, en tercer lugar, lo irradiarían a las personas conocidas y a toda la sociedad.

Además, ese día fundacional pensó que, si bien el mensaje era para todos los seculares de la Iglesia, los miembros de la institución serían solo varones, laicos y presbíteros diocesanos.
Desarrollo posterior

Tras el 2 de octubre de 1928, Escrivá buscó una institución de la Iglesia que tuviese el carisma que él había recibido, pues no deseaba ser fundador de algo nuevo. Después de recibir información de varias pías uniones, órdenes terciarias y asociaciones de España, Estados Unidos, Francia, Holanda, Hungría, Italia y Polonia, llegó a la conclusión de que ninguna tenía un espíritu igual al suyo.

Pasaron los meses y el 14 de febrero de 1930 entendió que Dios le pedía que en la institución hubiese también mujeres y, a la vez, que le llamaba a iniciar un nuevo camino de santidad y de apostolado en la Iglesia.

José María Escrivá supo que la luz fundacional originaria era el núcleo de una enseñanza abierta a un desarrollo posterior, algo que iba a abarcar el arco de su vida. Por ejemplo, en 1931 recibió dos importantes luces fundacionales que apuntalaban la originaria.
Plaza de san Pedro durante la beatificación del fundador del Opus Dei


El trabajo como medio de santificación


El 7 de agosto obtuvo una comprensión nueva de las palabras de Jesucristo “cuando yo sea alzado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32): el cristiano pone a Cristo en la entraña de las actividades que desempeña en el mundo. De este modo, el trabajo profesional aparecía como la materia que han de santificar las personas y el instrumento con el que se santifican y santifican a las demás.

Luego, el 16 de octubre, mientras iba en un tranvía, sintió de repente “la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater!” (Carta 29, n.º 60); desde entonces, señaló que el fundamento del espíritu del Opus Dei es un profundo sentido de la filiación divina.

A partir del momento fundacional, Escrivá difundió con viveza el mensaje de unión con Jesucristo en el lugar que cada uno ocupa en la sociedad; la realidad, desconocida para muchos, de que “estas crisis mundiales son crisis de santos”, de que Dios “está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo… y perdonando” (Camino, n.º 301 y 267).

Fuente: www.omnesmag.com