«Ángel de la guarda, dulce compañía. No me desampares ni de noche ni de día», dice la oración que de niños se enseña a rezar antes de dormir. Estos seres, que cuidan de los seres humanos, están por ahí, invisibles a la vista. «Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y la tierra, de todo lo visible y lo invisible», se reza con claridad en cada Eucaristía (si se opta por el Credo de Nicea).
A ese reino de lo invisible pertenecerían los ángeles. Según indica el Catecismo de la Iglesia católica, la existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es «una verdad de fe».
Sobre ellos, san Agustín dice: «El nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel». En esta misión, son los mensajeros de Dios y sus fieles servidores. Son, según se dice en el Salmo 103, 20: «agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra» porque, apunta el evangelista Mateo (Mt 18, 10) contemplan «contantemente el rostro de mi Padre que está en los cielos».
Estas criaturas son puramente espirituales y tienen inteligencia y voluntad. Según afirmó Pio XII en su encíclica Humani generis, son criaturas personales, y Lucas (Lc 20, 36), también indica sobre ellas que son inmortales.
Desde la creación y a lo largo de la historia de la salvación, se ha visto su acción. Estos «hijos de Dios» (Jb 38, 7), cierran el paraíso terrenal, protegen a Lot, salvan a Agar y a su hijo, detienen la mano de Abraham –dice el Génesis–, por su ministerio fue comunicada la ley –según los Hechos de los Apóstoles–, conducen al pueblo de Dios, anuncian nacimientos y vocaciones (Jueces 13 y 6). El ángel Gabriel fue finalmente el encargado de anunciar el nacimiento de Jesús, según se lee en el evangelio de Lucas (Lc 1, 11-26). Serán también los ángeles quienes anuncien la segunda venida de Cristo y estarán presentes al servicio del juicio del Señor.
Toda la Iglesia se puede beneficiar de su ayuda. Desde el nacimiento hasta la muerte, la vida humana está rodeada de su custodia y de su intercesión. Según afirmó san Basilio Magno en su Adversus Eunomium, «nadie podrá negar que cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducir su vida».