Si hay un lugar en el mundo especialmente complicado para creer —exceptuando una fe ciega en el Estado—, ese es Corea del Norte. Muy cerca de allí, en su misma frontera, en el mítico paralelo 38, frente a los misiles del régimen comunista, un grupo de mujeres indefensas coloca el Santísimo cada día mirando hacia el territorio vecino, con el que sueñan en el futuro poder reunificarse.
La Revista Misión, la revista de suscripción gratuita más leída por las familias católicas de España, en su último número, entrevista a una de estas religiosas Hermanas de la Visitación, que viven en la que es la frontera más peligrosa del mundo, la que separa Corea del Norte de Corea del Sur. Un lugar todavía en guerra, ya que nunca se llegó a firmar la paz.
“Las familias se rompieron, padre en el norte y madre en el sur, hermanos separados por un muro y una férrea línea militar. Algunos murieron sin poder verse de nuevo”, lamenta Ángela Mercedes, hermana de la Visitación que vive muy cerca de la línea divisoria en Panmunjeom.
“Estamos en territorio de Corea del Sur, pero a muy pocos minutos de Corea del Norte. Nuestro monasterio está rodeado de bases militares y los cables telefónicos del Ejército pasan por encima de nuestra casa. Escuchamos los ensayos militares desde nuestras habitaciones, es una calma tensa, pero ya nos hemos acostumbrado. Vivimos en lo alto de una montaña y es un lugar privilegiado”, dice la religiosa colombiana.
La historia de este convento tiene como protagonista a San Juan Pablo II, el Papa que marcó la juventud de estas hermanas, fue él quien había pedido llevar a Dios allá donde no hubiese amor y fe. En 2005, precisamente el año en el que falleció el querido Papa, cinco religiosas llegaron al país asiático.
Desde que aterrizaron en el país divido en dos tuvieron un gran problema: el idioma. “Es muy complicado. Estuvimos yendo a la universidad para formarnos. Cuando te hablan todo en coreano, que es tan diferente al español, se te rompe la cabeza. Empecé escribiendo con garabatos ininteligibles y tuve una crisis interna muy fuerte”, explica la hermana Ángela.
Los ánimos de un sacerdote franciscano le animaron permanecer: “No hay misionero que no derrame lágrimas en algún momento”. Aprendieron el idioma, pero no podían pagar la calefacción ni el aire acondicionado en su convento de Busán, al sur del país.
“En una ocasión, un padre coreano vino a visitarnos y nos preguntó qué comíamos. Al no responderle fue a nuestra nevera, la abrió y vio que no había nada. Se quedó asustado y empezó a ayudarnos. Nos mandaba fruta, verduras y carne. Éramos muy pobres”, asegura.
Cuando ya estaban asentadas, les dijeron que debían salir de la diócesis, y es cuando surgió la opción de ir al norte. Pasaron del calor extremo de Busan al frío de la frontera. “Nos dijeron que había un obispo jesuita que podría acogernos, pero que era una diócesis muy pobre y no tendríamos nada. A lo que yo respondí: ‘Si la diócesis es pobre y nosotras somos pobres, nos vamos a entender muy bien’. Y allá que nos fuimos”, cuenta Ángela.
Y así empieza a gestarse el milagro de construir un monasterio ubicado en lo alto de una montaña, en Jeongo PUE. Una casa que ellas mismas empezaron a construir en 2014 y que aún sigue en obras. “Nadie sabe lo que sucede dentro de ese país, por eso rezamos todos los días por ellos. Los relatos que llegan cuando alguien consigue salir son atroces. Nosotros hemos decidido colocar el sagrario mirando a Corea del Norte. Rezamos mirando directamente a Pyongyang. Le digo al Señor: ‘Dios mío, detrás de ti tienes a tus hijos norcoreanos, no les dejes solos, que tu luz invada los corazones de esos dirigentes'”, dice la hermana.
El monasterio lo forman diez hermanas –siete colombianas y tres coreanas– todas ellas con una devoción especial hacia siete mártires españolas, las beatas hermanas de la Visitación, fusiladas en 1936 por odio a la fe: “Ellas entregaron su vida de forma literal y nosotras estamos muy unidas a ellas. Nos trajimos sus reliquias a Corea y extendemos su veneración aquí. Ya hemos visto muchos milagros”.
“Llegó un hombre con un cáncer terminal para el que ya no había cura. Le decían los médicos que ya no había solución. Estuvimos rezando por él y hasta le dimos una reliquia de las mártires para que se la llevase a su casa. Vimos que con el paso de los meses el hombre seguía aguantando, así que la oración también se hacía cada vez más intensa. Han pasado ya 18 años y el hombre sigue vivo”, relata Ángela.
A pesar de la situación privilegiada del convento, hay momentos complicados, sobre todo para las hermanas más jóvenes. “Aquí al lado tenemos hermanos pasando grandes dificultades. Si pensamos en eso nuestras pequeñas dificultados no son nada”, dice.
“Pisar el Norte antes de morir es un sueño que tengo. Dicen que es casi imposible la unidad total, pero para Dios no hay nada imposible. Hay muchos mártires de ambos lados, y tarde o temprano la luz entrará en los corazones. Porque estas personas están convencidas de que su mentira es la verdad. Ojalá descubran que la verdad es Jesús”, comenta la hermana.
“Nosotros nos pasamos el día rezando por ellos. Es emocionante saber que estás entregando la vida por algo así”, concluye. Puedes leer el reportaje original en Misión.