Muere José Agudo: de las chabolas a la misión… y el «primer hermano» del Camino Neocatecumenal



Son las 9 de la mañana cuando recibo un mensaje en mi teléfono móvil: ha muerto José Agudo. El Camino Neocatecumenal acaba de perder a su “primer hermano”, me digo. Aquel testigo privilegiado de lo que fue el nacimiento y gestación de esta apreciada por muchos realidad eclesial.

Hombre de Dios, sin duda, tuve la suerte de conocerlo en los llamados “pueblos jóvenes” de la Lima de los años noventa. Cuando los terribles atentados del Sendero Luminoso —y de sus colegas del MRTA—, el apogeo de la Teología de la Liberación y la devaluación monetaria más grande en toda la historia.

Yo apenas era un niño, es cierto, pero me maravilló que un señor de aspecto tan respetable, con sandalias y barba larga, me animase efusivo a escalar una gigantesca montaña de arena que tenía metida en su propia casa.

José Agudo tenía 84 años y un cáncer se lo ha llevado en las últimas horas. Catequista, misionero y padre de 15 hijos, ha muerto en su casa de Madrid. Muy cerca, precisamente, del lugar en el que se situaron en su día las barracas de Palomeras Altas, donde nació el Camino Neocatecumenal.

El anuncio que cambió todo

“Había un hombre que me la tenía jurada, porque, tiempo atrás, en una pelea, yo le abrí la cabeza a su madre. Quedamos para dirimir el asunto al estilo del lugar, esto loes, con sangre. Se trataba de matar o de morir. Me acerqué a hablar con Kiko y me dijo: ‘fíate del Señor, que todo te irá bien’. Me presenté desarmado ante aquel que me odiaba y, sorprendentemente, no pasó nada”, comentaba José Agudo.

Una palabra de fe, la que le dio aquel joven artista llamado Kiko Argüello, que cambiaría para siempre la vida de este humilde quincallero. Porque, si algo tuvo José Agudo fue un testimonio auténtico, de numerosos cambios sustanciales, no solo de mentalidad sino de hasta de forma de vida: de trashumante por tradición, de carreta y mula, trastos en ristre y los caminos como forma de vida… al anuncio del Evangelio como familia en misión en los barrios más pobres de Lima.

“No somos gitanos, no llegamos a esa categoría, somos una especie de mestizos. Los gitanos no llevaban carro, iban a lomo de caballería; sin embargo, los quinquis, sí. Hacíamos un poco de todo, vendíamos chatarra o lo que fuera. Si las circunstancias se prestaban, se hacían algunas cosas un poco turbias. No teníamos estudios ni casa fija”, recordaba Agudo sobre el pueblo quincallero al que pertenecía (una etnia nómada asentada en España).


Hombre curtido, austero y con luenga barba de patriarca, a José Agudo se le podía ver en los encuentros que convocaban Kiko Argüello y Carmen Hernández fumando tabaco de liar… y siempre discreto, en un segundo plano (nació un 29 de febrero, ¿por no molestar?).

José Agudo tuvo 15 hijos (dos de ellos adoptados en el Perú), y fue abuelo de otros tantísimos nietos. Junto con su mujer, Rosario Romero, fueron enviados en 1987 por el Papa San Juan Pablo II como una de las primeras familias en misión del Camino Neocatecumenal. En las barriadas más pobres de Lima permanecerían más de una década anunciando el Evangelio.

Testigo de los inicios

Pero si de algo fue protagonista José Agudo, fue de los inicios del itinerario de iniciación cristiana fundado por Kiko Argüello y Carmen Hernández: una realidad eclesial presente hoy en decenas de países, con miles de comunidades en todo el mundo… y que nació en una humilde chabola de Madrid.

José y Rosario llegaron a Madrid en el año 1961 con tres niños pequeños y con otra hija que venía en camino. Vendieron sus bártulos y se instalaron en unas cuevas que había en Palomeras Altas, entre Vallecas y El Pozo del Tío Raimundo.

“Éramos católicos como todo el mundo, bautizábamos a los niños, pero nada más. Mi primer contacto con la Iglesia fue a los ocho años, en un reformatorio. Aquellas vivencias tan duras me sensibilizaron y, aunque eran situaciones terribles, también conocí vagamente a Dios. Entonces no era consciente, pero ahora veo cómo el Señor estuvo siempre presente y cómo mi vida ha sido una preparación para la misión que me tenía reservada”, narraba José.

Un año después de establecerse en Palomeras apareció un tal Kiko Argüello por allí. “Era un personaje muy particular. No era de nuestra clase, por lo tanto levantaba algunas sospechas, ¿qué hace aquí este tío? Poco a poco empezamos a tener contacto con él. Se veía que era un hombre culto, sencillo, accesible, tocaba la guitarra y hablaba de Dios de una manera que cautivaba. Su compañía comenzó a sernos grata”, comentaba.

Y, entonces, por las tardes, se empezó a formar una especie de tertulia. “Fuimos creciendo en número. Ya no solo se hablaba, sino que rezábamos juntos y, en algún momento, se empezó a celebrar la Eucaristía. Aquello, sin proponérnoslo, era más serio de lo que pensábamos. Descubrimos con sorpresa cómo personas tan distintas convivíamos y nos queríamos. Era una realidad nueva que no sabíamos explicar, sencillamente la vivíamos”, relataba Agudo sobre los inicios del Camino Neocatecumenal.

Sin embargo, por aquel entonces, Palomeras comenzaba a llenarse de personas llegadas de otros lugares. “Se acercó gente que conocía a Kiko de unos cursillos, esto creó algún problema, los veíamos como unos repipis. Algunos de los que vinieron se podían considerar ‘enemigos’. Sin embargo, cada vez nos sentíamos más enganchados a esta realidad y nuestra relación con los demás empezaba a cambiar. Yo jamás hubiera permanecido con cierta gente, pero allí estaba”, recordaba José Agudo.

Fue una relación tan estrecha, entre personas de distinta clase, imposible en otras esferas de la sociedad, que solo podía darse gracias a la predicación, que, sin estar todavía muy definida, iba cambiando la vida de los que allí estaban.

“Era todo muy lentamente, siempre volvías a caer en lo mismo, pero algo se transformaba dentro de ti. Rosario no venía al principio, más bien era bastante reacia, sentía que le quitaban al marido. Después de dos años se empezó a acercar, supongo que algo cambiaría en nuestro matrimonio, en mi manera de tratarla a ella y a los chicos, el caso es que empezó a acercarse”, explicaba José en su testimonio.

Evangelizando con la vida

Y, entonces, Kiko organizó una primera convivencia, ¡que duró un mes! “Aquello era imposible de aguantar. Pero el Señor reconstruía todos los días lo que parecía imposible. Treinta personas en una iglesia abandonada y con todo en común… ¡eso era una caja de bombas! Sin embargo, el Señor acontecía siempre. Ese tiempo fue un encuentro real con Jesucristo. No con la razón sino con la vida. Era una constatación interior de cómo Jesucristo es enviado con poder para transformar tu vida”, afirmaba Agudo.

Aquello que estaba naciendo poco a poco iba a transformarlo todo. “Lo vivíamos de una forma que no lo podíamos explicar, no sabíamos lo que era. No era una experiencia que se pudiera escribir ni hablar. Sencillamente se vivía la presencia de Jesús en medio de una gran precariedad. Rosario se dio cuenta de que algo pasaba allí, poco a poco fue cambiando de mentalidad, de costumbres, hasta nuestra relación iba a mejorar”, añadía.

Pasó el tiempo y José vería nacer lo que poco después sería el Camino Neocatecumenal. “Con el tiempo, ante nuestro asombro, lo que empezó siendo unas reuniones entre cuatro ‘desgarramantas’, se estaba consolidando en algunas parroquias. Se podía ver cómo ésta predicación produce una regeneración en las personas. Podíamos apreciar el nacimiento del hombre nuevo, del que hablaba San Pablo”, aseguraba.

Y, en el año 1987, José, Rosario y ocho de sus hijos partieron al Perú como familia en misión. “A pesar de la acogida tan fenomenal que tuvimos, la realidad era muy dura. La experiencia fue hermosísima pero muy difícil. En el asentamiento al que llegamos no había ni parroquia”, recordaba Agudo.

Aquel tiempo le haría revivir sus años en Palomeras. “La parroquia solo tenía un solar, así que nos instalamos en un barracón, como si volviéramos a nuestros orígenes. Estábamos acostumbrados a ello, pero hacía 25 años que nos habíamos asentado en Madrid… y no era lo mismo hacerlo con 20 años que con cincuenta y muchos”, apuntaba.

“Los primeros tiempos fueron muy difíciles: arena, ratas, inseguridad. Curiosamente los chicos lo llevaron muy bien. Para los mayores fue una experiencia imborrable. Allí comprobabas cómo el Señor te protege siempre y puedes anunciar el Evangelio entre personas tan destruidas. Cómo el Padre regeneraba los matrimonios. Igual que en Palomeras, era Jesús el que se hacía carne en medio de la precariedad más absoluta”, rememoraba José.

Estos años le sirvieron a José Agudo para conocer cuál era la verdadera misión. “Ahora veo cómo toda mi vida ha sido una preparación para esto. En Perú cada día se presentaba de una forma nueva, no había un manual de lo que debías hacer. Nuestra misión era sencillamente estar allí y en lo posible anunciar a Jesucristo. Al principio trabajé con una furgoneta haciendo repartos, más tarde en una empresa, pero lo que ganabas no llegaba ni para los desplazamientos”, comentaba.

“El problema existencial del hombre es igual en Perú que en Japón, así que no hay que hacer ninguna adecuación de la Buena Noticia. El hombre debe dar respuesta a los designios de Dios desde su realidad. Lo que no se puede hacer es predicar desde la teoría, con una catequesis que no toca tu vida. Puedes anunciar a Jesucristo solo si eres testigo. La gente puede ser ignorante, no haber tenido estudios, pero no es tonta. Ellos ven rápidamente cuando lo que dices corresponde con una vivencia: que estás allí como ellos, con el mismo tipo de vida, y que te conocen”, añadía.

En este sentido, Kiko Argüello recordaría en alguna ocasión una anécdota de su paso por Palomeras: “Un día José me llevó a hablar a su ‘tribu’. Era una cueva enorme, llena de gitanos. Me dijo: ‘Háblales’, y yo no sabía qué decir. Así que empecé por el principio, y me puse a hablarles de Adán y Eva. De repente la madre de José Agudo se levantó y me dijo: ‘Yo sé que en el cielo hay una mano potente, que es Dios. ¿Pero lo de la otra vida, lo del infierno, todas esas cosas de los curas? ¡Yo lo único que sé es que mi padre murió y no ha vuelto a casa! ¡Cuando yo vea a un muerto volver del cementerio… creeré!”.

“Se levantaron todos y se fueron, y yo me quedé allí, bloqueado, atontado, sin saber qué hacer. Aquella mujer, sin quererlo, me había dado la clave, me había dicho que estaba dispuesta a escucharme si yo era capaz de encontrar a un hombre que hubiese salido del cementerio”, añadía el iniciador del Camino Neocatecumenal.

Unas décadas después y habiendo visto millones de gracias recibidas —¡y en la misma esperanza de la madre de José!—, el Camino, y Kiko Argüello en particular, despiden a su “primer hermano”, convencidos de que algún día podamos estar todos juntos allá arriba.